viernes, 11 de enero de 2013

Un lugar donde recuperar las habilidades perdidas

Hoy publica el Diario Vasco un articulo sobre personas con enfermedad mental y como vuelven a reaprender las actividades de la vida diaria para incrementar asi su autonomia, es un proyecto llevado a cabo por Agifes.

Huele a café recién hecho. En el centro de la mesa espera una merienda de la que solo quedarán las migas después de un rato de charla. Cuatro compañeros de piso dan buena cuenta de los dulces mientras hacen balance del día, organizan el menú que han preparado para la cena, recuerdan a quién le tocará fregar los platos según los turnos asignados, deciden qué verán por la noche en la tele para que nadie se pelee por el mando, y hacen la quiniela para el partido que la Real jugará esa tarde en Anoeta. Nada extraño en una casa con cuatro inquilinos. Lo llamativo de la escena no es que estos adultos sufran una enfermedad mental, la primera etiqueta que se les suele atribuir sin mirar más allá, sino su afán de superación para aprender a vivir de forma independiente, dentro de lo posible. «Hemos vuelto a empezar», confiesa Jon, zarauztarra, que sueña con montar un taller mecánico de bicicletas como el que regentaba antes de que se le quebrara la vida por la enfermedad y las drogas.
El piso de Irun en el que reside desde hace siete años carece de grandes lujos domésticos, pero contiene el mayor de ellos:un hogar. Tener un lugar de residencia donde recuperar las habilidades perdidas por la enfermedad es la segunda fase de la rehabilitación, cuyos resultados se han comprobado tan beneficiosos como la propia medicación. «Es importante que se sepa que estos pacientes son personas, y que si se les ofrecen los recursos pueden avanzar», asegura Yolanda Iglesias, psicóloga de la asociación Agifes y responsable de la red de pisos que gestiona en Gipuzkoa, entre otras entidades, de manera concertada con Diputación. 
 
El tratamiento de las enfermedades mentales, que afectan a unos 21.000 guipuzcoanos –el 3% de la población–, ha mejorado en los últimos años gracias al desarrollo de los psicofármacos y de la rehabilitación social, y cada vez son más las personas que se recuperan lo suficiente para desempeñar un trabajo y vivir de forma autónoma, defiende Iglesias. Los pisos, pensados para las personas con menos recursos, son el trampolín desde el que saltar a esa independencia. «Disponer de una vivienda digna y estable constituye una necesidad básica y esencial de cualquier ciudadano, incluidos aquellos con discapacidades psiquiátricas», defienden desde la asociación.
 
Demostrar que son capaces
El esfuerzo en demostrar que son capaces de salir adelante, con los apoyos necesarios, alienta a este grupo a dar a conocer su experiencia. Quieren contribuir a borrar el estigma que persigue a las enfermedades mentales, unas de las que más rechazo generan, lo que deja a los pacientes prácticamente solos o con el único apoyo de la familia, si es que lo tienen. Cuatro de los inquilinos, Jon, Fernando, Maximiliano y José Ángel, no ponen reparos en salir en las fotos, y otros cuatro compañeros más, José Mari, Juan, Jorge y Álvaro, que viven en el piso contiguo al suyo, también gestionado por Agifes, prefieren participar solo en la conversación, sin salir en las fotos ni hacer demasiadas revelaciones sobre su historia para no pagar el ‘peaje’ de la discriminación. 
 
«Lo más complicado es lo más fácil», resume Luis Fernando, que enseguida toma la palabra deseoso de transmitir «un mensaje de seriedad». Aprender a convivir, con los roces propios de un piso en el que uno no elige a los compañeros; entrenarse en las tareas domésticas como poner una lavadora o hacer la compra; ser responsables con la toma de la medicación e intentar lograr una vida laboral son las asignaturas diarias de la casa. Las paredes del comedor hacen las veces de pizarra, con cartulinas que recuerdan los deberes domésticos, cumplidos habitualmente a rajatabla, aseguran ellos.
Reciben la ayuda diaria de Ainhoa, la monitora del piso, que acude de lunes a viernes, unas dos o tres horas por la tarde. «El objetivo es que aprendan todas las habilidades de cara a que tengan la posibilidad de salir a la calle y, en función de cada caso, volver con sus familias, rehacer su vida en pareja o compartir piso, como otras personas», explica con orgullo por la evolución positiva de todos los residentes. La supervisión del grupo por parte de un profesional cualificado no supone controlar sus vidas, todo lo contrario. «Hay unas normas generales de funcionamiento, pero lo que siempre respetamos es su intimidad. Somos su apoyo, no sus vigilantes», aclara Yolanda.
Jon es uno de los veteranos de la casa. Lleva siete años viviendo en ella y reconoce que ha encontrado su sitio en el mundo. «Ahora es cuando mejor estoy. Es un largo camino, pero con la ayuda necesaria empiezas de nuevo. Yo he aprendido a conocerme a mí mismo, a estar a gusto con mi familia. Esto es una salida, porque se sale adelante». Todos comparten un mismo sueño. «Tener una casa y volver a trabajar». En eso no se diferencian mucho del resto de parados que, como la mayoría de ellos, esperan lsu oportunidad laboral. 
 
El escollo del empleo
El empleo es el principal escollo una vez superados el resto de obstáculos de las enfermedades mentales más graves, como la esquizofrenia, la psicosis o la bipolaridad. Sólo un 4,6% de las personas con enfermedad mental cuenta con un empleo regular y el 32% desearía hacer cualquier tipo de trabajo con tal de tener uno, según datos de Fedeafes, la Confederación Española de Agrupaciones de Familiares y Personas con Enfermedad Mental. El trabajo, recuerdan, no solo es una fuente de ingresos económicos, «sino también un factor estabilizador, que identifica a las personas como ciudadanos». 
 
Los ocho protagonistas de este reportaje confirman la estadística. Solo tres, Maximiliano, Álvaro y José Ángel, cuentan con un empleo, protegido. Maximiliano, que se reconoce «contento» por haber cogido las riendas de su vida y planea para un futuro irse a vivir con su pareja, trabaja a media jornada en un taller de reciclaje de ropa de Oldberri, promovido por la fundación Sarea. Álvaro, el más joven de los usuarios con 34 años, está a media jornada en un taller de montaje de piezas de Gureak, como José Ángel, que trabaja a jornada completa. El resto ocupa sus horas en diferentes centros de día, donde son ‘entrenados’ para desempeñar una vida ordenada, porque muchos de los pacientes suelen tender al aislamiento por la propia enfermedad y las barreras sociales.
Jorge, que permanece atento a toda la conversación en un segundo plano, sonríe cuando Yolanda aplaude su evolución personal. «Ha tenido un despertar. Hace un año casi no se relacionaba con nadie. Hoy es otra persona, mucho más comunicativa». Antes estaba triste, sin ganas de nada, apenas salía de la habitación o se levantaba del sofá. Tener un hogar le ha empezado a cambiar la vida.

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