Hoy publica el Diario Vasco un articulo sobre personas con enfermedad mental y como vuelven a reaprender las actividades de la vida diaria para incrementar asi su autonomia, es un proyecto llevado a cabo por Agifes.
Huele a café recién hecho. En el centro de la mesa espera
una merienda de la que solo quedarán las migas después de un rato de
charla. Cuatro compañeros de piso dan buena cuenta de los dulces
mientras hacen balance del día, organizan el menú que han preparado para
la cena, recuerdan a quién le tocará fregar los platos según los turnos
asignados, deciden qué verán por la noche en la tele para que nadie se
pelee por el mando, y hacen la quiniela para el partido que la Real
jugará esa tarde en Anoeta. Nada extraño en una casa con cuatro
inquilinos. Lo llamativo de la escena no es que estos adultos sufran una
enfermedad mental, la primera etiqueta que se les suele atribuir sin
mirar más allá, sino su afán de superación para aprender a vivir de
forma independiente, dentro de lo posible. «Hemos vuelto a empezar»,
confiesa Jon, zarauztarra, que sueña con montar un taller mecánico de
bicicletas como el que regentaba antes de que se le quebrara la vida por
la enfermedad y las drogas.
El piso de Irun en el que reside desde hace siete años
carece de grandes lujos domésticos, pero contiene el mayor de ellos:un
hogar. Tener un lugar de residencia donde recuperar las habilidades
perdidas por la enfermedad es la segunda fase de la rehabilitación,
cuyos resultados se han comprobado tan beneficiosos como la propia
medicación. «Es importante que se sepa que estos pacientes son personas,
y que si se les ofrecen los recursos pueden avanzar», asegura Yolanda
Iglesias, psicóloga de la asociación Agifes y responsable de la red de
pisos que gestiona en Gipuzkoa, entre otras entidades, de manera
concertada con Diputación.
El tratamiento de las enfermedades mentales, que afectan a
unos 21.000 guipuzcoanos –el 3% de la población–, ha mejorado en los
últimos años gracias al desarrollo de los psicofármacos y de la
rehabilitación social, y cada vez son más las personas que se recuperan
lo suficiente para desempeñar un trabajo y vivir de forma autónoma,
defiende Iglesias. Los pisos, pensados para las personas con menos
recursos, son el trampolín desde el que saltar a esa independencia.
«Disponer de una vivienda digna y estable constituye una necesidad
básica y esencial de cualquier ciudadano, incluidos aquellos con
discapacidades psiquiátricas», defienden desde la asociación.
Demostrar que son capaces
El esfuerzo en demostrar que son capaces de salir
adelante, con los apoyos necesarios, alienta a este grupo a dar a
conocer su experiencia. Quieren contribuir a borrar el estigma que
persigue a las enfermedades mentales, unas de las que más rechazo
generan, lo que deja a los pacientes prácticamente solos o con el único
apoyo de la familia, si es que lo tienen. Cuatro de los inquilinos, Jon,
Fernando, Maximiliano y José Ángel, no ponen reparos en salir en las
fotos, y otros cuatro compañeros más, José Mari, Juan, Jorge y Álvaro,
que viven en el piso contiguo al suyo, también gestionado por Agifes,
prefieren participar solo en la conversación, sin salir en las fotos ni
hacer demasiadas revelaciones sobre su historia para no pagar el ‘peaje’
de la discriminación.
«Lo más complicado es lo más fácil», resume Luis
Fernando, que enseguida toma la palabra deseoso de transmitir «un
mensaje de seriedad». Aprender a convivir, con los roces propios de un
piso en el que uno no elige a los compañeros; entrenarse en las tareas
domésticas como poner una lavadora o hacer la compra; ser responsables
con la toma de la medicación e intentar lograr una vida laboral son las
asignaturas diarias de la casa. Las paredes del comedor hacen las veces
de pizarra, con cartulinas que recuerdan los deberes domésticos,
cumplidos habitualmente a rajatabla, aseguran ellos.
Reciben la ayuda diaria de Ainhoa, la monitora del piso,
que acude de lunes a viernes, unas dos o tres horas por la tarde. «El
objetivo es que aprendan todas las habilidades de cara a que tengan la
posibilidad de salir a la calle y, en función de cada caso, volver con
sus familias, rehacer su vida en pareja o compartir piso, como otras
personas», explica con orgullo por la evolución positiva de todos los
residentes. La supervisión del grupo por parte de un profesional
cualificado no supone controlar sus vidas, todo lo contrario. «Hay unas
normas generales de funcionamiento, pero lo que siempre respetamos es su
intimidad. Somos su apoyo, no sus vigilantes», aclara Yolanda.
Jon es uno de los veteranos de la casa. Lleva siete años
viviendo en ella y reconoce que ha encontrado su sitio en el mundo.
«Ahora es cuando mejor estoy. Es un largo camino, pero con la ayuda
necesaria empiezas de nuevo. Yo he aprendido a conocerme a mí mismo, a
estar a gusto con mi familia. Esto es una salida, porque se sale
adelante». Todos comparten un mismo sueño. «Tener una casa y volver a
trabajar». En eso no se diferencian mucho del resto de parados que, como
la mayoría de ellos, esperan lsu oportunidad laboral.
El escollo del empleo
El empleo es el principal escollo una vez superados el
resto de obstáculos de las enfermedades mentales más graves, como la
esquizofrenia, la psicosis o la bipolaridad. Sólo un 4,6% de las
personas con enfermedad mental cuenta con un empleo regular y el 32%
desearía hacer cualquier tipo de trabajo con tal de tener uno, según
datos de Fedeafes, la Confederación Española de Agrupaciones de
Familiares y Personas con Enfermedad Mental. El trabajo, recuerdan, no
solo es una fuente de ingresos económicos, «sino también un factor
estabilizador, que identifica a las personas como ciudadanos».
Los ocho protagonistas de este reportaje confirman la
estadística. Solo tres, Maximiliano, Álvaro y José Ángel, cuentan con un
empleo, protegido. Maximiliano, que se reconoce «contento» por haber
cogido las riendas de su vida y planea para un futuro irse a vivir con
su pareja, trabaja a media jornada en un taller de reciclaje de ropa de
Oldberri, promovido por la fundación Sarea. Álvaro, el más joven de los
usuarios con 34 años, está a media jornada en un taller de montaje de
piezas de Gureak, como José Ángel, que trabaja a jornada completa. El
resto ocupa sus horas en diferentes centros de día, donde son
‘entrenados’ para desempeñar una vida ordenada, porque muchos de los
pacientes suelen tender al aislamiento por la propia enfermedad y las
barreras sociales.
Jorge, que permanece atento a toda la conversación en un
segundo plano, sonríe cuando Yolanda aplaude su evolución personal. «Ha
tenido un despertar. Hace un año casi no se relacionaba con nadie. Hoy
es otra persona, mucho más comunicativa». Antes estaba triste, sin ganas
de nada, apenas salía de la habitación o se levantaba del sofá. Tener
un hogar le ha empezado a cambiar la vida.